En el Antiguo Testamento, podemos observar cómo el pueblo del Señor se encontró en la necesidad de contar con hombres cuidadosamente elegidos por Dios, ungidos por Su mano, para desempeñar roles específicos y particulares. Estos roles se dividían en tres categorías principales: los profetas, los sacerdotes y los reyes. Cada uno de ellos asumía una función distintiva en relación con el pueblo.
Los profetas tenían la responsabilidad de comunicar el mensaje divino, transmitiendo las palabras y voluntad de Dios a la comunidad. Los sacerdotes, por otro lado, oficiaban como intermediarios entre el pueblo y Dios, presentando sacrificios en nombre de la gente para expiar sus pecados. Mientras tanto, los reyes ejercían liderazgo sobre el pueblo, guiándolos de acuerdo con las leyes divinas.
En el curso de la historia, llegó el momento en que Dios el Padre envió a Su Hijo amado al mundo. Este Hijo encarnaba en sí mismo las funciones de Profeta, Sacerdote y Rey. Su venida marcó el cumplimiento perfecto de estas funciones, llevando a cabo una obra única y sin igual.
Hoy nos reunimos aquí para explorar un tema de suma importancia en las Escrituras: «Un Oficio Sin Igual». En este sermón, examinaremos en detalle esta función excepcional que abarca todas las facetas de la Palabra de Dios.